14 may 2013

Apaga las luces.


Se podrían concluir historias completas que constantemente se relacionan con los archivos escondidos de Gottlieb o de Freud. Un hogar de acceso estrecho y de amplio escape. Comúnmente decorado desde la mitad del terreno en ambos lados hacia el sur con espeso bosque, dividido con el sendero de dos carriles que comunicaba la fachada con la civilización, 353 metros, de ida de regreso contaba David. Entre los últimos siete minutos de la hora hasta las cuatro de la tarde en punto era la primera ronda de números participantes en la medición. La segunda constaba de un forzoso equilibrio manual persiguiendo la estabilidad del volante, entre la mitad del auge de la madrugada más cinco y pasados los siete minutos necesarios para terminar de contar. Le gustaba relacionar, como relacionaba el “Manual de Asesinato” con “La Interpretación de los Sueños”.

Una fachada que conducía en línea recta con la puerta deslizable hacia el abismo horizontal, un campo desértico y devastado, su tierra y sus piedras lloraban y se dejaban escuchar. El aire frondoso de augurios maldecía la luz, incluso a medio-día, con aquél punzante silencio tan remoto que te quemaba los dedos si lo querías alcanzar. Una mecedora de manchas artísticas en el pasado de cadáveres fornidos, sangraban savia si estaban vivos; ahora lo único vivo en ellos, son las plagas suburbanas. David no conocía un amanecer, no conocía el calor frustrante de la Vigilia social, tampoco conocía al horizonte copulando con el sol hasta que la luna soplaba la vela planetaria, solo despertaba para huir de aquél invernadero que lo aprisionaba con las voces de las nubes blancas y regresaba para huir de su remordimiento asesino de palabras, aquél sentir de por qué estaba escapando, y desesperado como tumba, buscaba reconciliarse.

Vacía la botella los viernes, pues le daba la espalda a las botellas llenas de los demás desconocidos en el pueblo, sobre todo jóvenes, que recordaba anotar con papiro en sus demencias. Sentado en putrefacción discreta y arrullando su culpa. Cuando cantaba en susurro, las calles presionaban con magnetismo las nucas. David conducía su boca a un trago y una joven miraba con angustia sobre su hombro en el camino de regreso con su madre y a su cama, para sentir su estómago explotando y sus articulaciones rígidas, observando un viejo jadeante, en guerra con su pasado, a pocos segundos de tomarla con violencia la cintura, bloquear cualquier pánico auditivo de su boca y arrastrarla hacia una esquina sucia de aquellos espacios donde los vecinos encuentran un perfecto lugar para colocar sus botes de basura, perfecto lugar para desnudar inocentes en resistencia.

David usaba los músculos ópticos para chocar contra el negro absoluto de aquél abismo, nada se escuchaba, solo se sentía la profundidad de la vista. David cerraba sus ojos un segundo y un muchacho notaba su propia presencia en un cuarto obscuro, donde la única luz la evocaba una pantalla que emitía sonidos rasgados de estática perturbada, miraba hacia los lados, observando con electricidad en la piel de sus brazos y espalda alguna inevitable mirada imaginaria de pupilas blancas con la intención de lanzarle un grito a su soledad, un grito de dientes podridos y mandíbula ophidia a pocos segundos de esconderle su cabeza con la garganta y despedazarle sus tejidos con ácido gástrico mientras una garra le descubría los intestinos sangrantes. Pero aquél muchacho parpadeaba y sólo seguía viendo absolutamente nada, como si la ceguera de las conciencias dolosas le acosara los vellos de la espalda, ahí entonces cuando volteaba rápidamente hacia la ventana, buscando alguna figura diabólica entre los arbustos de su jardín oscuro, a pocos segundos de estamparse contra su ventana.

David sabía del campo, aquella penumbra de seca incertidumbre, que no permitía interrupción alguna de la naturaleza; ni una sola gota de lluvia, ninguna brisa nocturna, ningún sonido de los árboles, ni un mínimo salto de cualquier insecto en su ecosistema. Su soledad era pura, su negruzca psicosis colectiva era invencible, aquél pavor espontáneo, era invisible, irreversible… humano.

David sonreía y una anciana encendía la luz del sótano, bajaba con lentitud longeva sus pies al siguiente escalón, evitaba estorbos llenos de polvo y recordaba que su objetivo era buscar algunas fotos con memorables recuerdos infantiles de sus nietos, solo para pasar la noche hasta que se durmiera. David regresaba su boca con seriedad a la perversión humorística disfrazada de indiferencia, la anciana descartando imágenes sobresalta su canosa esencia al distinguir el vidrio quebrándose de alguna de sus ventanas, a pocos segundos de escuchar un chasquido irreconocible y quedar encerrada en la oscuridad, oscuro, negro, incapacidad de ver espontánea… pero libre de tropezar hacia las tijeras de jardín de su difunto esposo o de tratar de creer la verdad que recaía en alguna persona abriendo la puerta de su hogar, para saber si era cierto, debía ascender con lentitud longeva las escaleras que habían desaparecido en la carencia de luz eléctrica.

David esperaba un lamento queriendo desenterrarse en alguna lejana parte del abismo, no importa que haría después, solo un lamento, un quejido, un llanto… aquél abismo no decía nada. Por eso David se deleitaba con los breves gritos de aquél pueblo a sus espaldas, escuchaba al maduro carpintero en algún balcón, percibir una extraña presencia en el dormitorio cercano, pero un maduro carpintero como todo hombre no puede verse las espaldas sin hacer el intento de voltear a mirar…

Deleite de pánico, David terminaba su trago, para padecer en la presencia del espacio vacío, el tormento de aquél pueblo a sus espaldas.

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