22 may 2012

Robles y Manzanas


Sin embargó no cayó en la indecencia…
Cenizas, sin remordimientos, observándola como un buen cenicero improvisado, educado y valiente. Ella miró incrédula el espejo colgado en el cuarto imaginario de sus escapes del alba incandescente, no sabía que sucedía al contar aquellas estrellas mensajeras.
Cantaba y callaba, como las sombras amigas, los vecinos queridos y las creencias rotas. Se encontraba sola entre una multitud de gente aparecida como imagen de solitarios necesitados, hologramas…
Como buena imaginante de la locura, llamó a la enfermera; no soportaba más no soportar lo tanto suyo, era divagante, de ojos rendidos, de cuerpo en el olvido pero resistente al tiempo y al descuido. Se dejaba llevar por corredores cubiertos de enredaderas verdes que colmaban su implacable desvelo. Ella tomaba el café a las 6 de la tarde, pues no solo creía que ser oveja era despreciable, sino que también a horas tempranas seguía entretenida en sus viajes astrales. Vestía de tela y plástico, vestía su propia piel en invierno y plumas de ganso en pleno verano ardiente. Era la rebeldía de la naturaleza y sobretodo, rebelde al hecho de que nació queriendo ser mosca, odiada por astuta y no por sucia.

-Hazme tu magia, Leonora, que quiero espiar los deseos de uno que otro perro callejero al dormir.

Leonora, de elegancia que contagiaba, de cuerpo radiante pero de rostro que se olvida, mulata de Veracruz, estudiante de neurología. Ya encontraba demasiados embrollos sociales en su tiempo y auge universitario como para buscar en un manual las dosis, puso a María a dormir…
Experta en viajes somníferos, visitó una extrañamente familiar pero desconocida y peculiar isla. Perdida, contaba las huellas al voltear al inmediato pasado, arena rubia, un mar que le recordaba a napoleón. Lo único curioso, fueron sus bosques de robles con manzanas de oro en sus ramas. “¿Sueño, sueño, sueño? ¿He descubierto la Isla del Edén? ¿Dónde estoy?”. Sin dejar de desenredar violentamente su cabello, arrancando pequeños pedazos de vez en cuando, exploró la isla, misteriosa, inhabitada excepto por su nostalgia. Por su puesto, a su edad, la carcomía la idea del amor nunca encontrado en su vida como La Loca de la que tantos alegaban como bruja, clarividente, esotérica perfeccionista. Solía gritar a media noche solo para molestar a los santos de Zaragoza, maldiciendo a la vida, blasfemando barbaridades religiosas, solía publicar sacrilegios sin vergüenzas al aire libre en el esfuerzo de su vientre apoyado en el marco de la ventana de su dormitorio, de una playera larga y blanca que apenas alcanzaba a esconder hasta la mitad de sus muslos.
Despertó dos días después, atolondrada, con un fuerte dolor de cabeza y de mal humor, llamó a Leonora de muy mala gana, así mismo respondió la pobre y descuidada enfermera que se había excedido por mililitros en la dosis, pero sin exceder su confundido desahogo de circunstancias y dolores encontrados. Sus penas terminaban con el consumo de un cigarrillo en la alcoba en el pequeño anexo de descanso para empleados, donde solía pensar acerca de su extraña y confundida vida. Eran mujeres difíciles en tiempos difíciles, que convivían en el mismo difícil, muy difícil hospital psiquiátrico.

– ¡Estás Loca! 
–Desquiciada intérprete de tragedias. ¡Ya sé que estoy loca! Si no lo supiera no estaría llamándote y tú no estarías recibiendo el salario que te da de comer. Deja de quejarte y dame una aspirina.

Si reinó el silencio, las palabras hirientes de María formaron un parlamento. Aunque no era la primera vez que desquitaban sus augurios en la penumbra de sus tensiones, Leonora sintió algo más que desprecio: Pudor y vergüenza.
Y aquella monarquía permaneció de pie hasta un domingo por la tarde, cuando María tomaba el té, los domingos, casualmente a las 4 de la tarde, Leonora entró a hacer la cama, la observó fijamente a los ojos. “¿Qué?”. Volteó la mirada aquella mulata de telas blancas, con un rostro de pinta intimidada. María noto un doblez en su usual desgracia expresiva, lo cual la sorprendió, le preguntó, inusualmente interesada, por quién era la causa de su dolor.

-¿Qué te importa? Dedícate a tragar esa porquería. Déjame trabajar en paz, al fin y al cabo así me pagarán lo que me da de comer, ¿no?
-¿Qué te cargas? ¡Si no he sido ofensiva! Duerme, ¡coño! Consigue un novio para tus desgracias.

Leonora rompió a llorar, fue en ese momento en donde María descubrió la ausencia de vello entre sus cejas, la ausencia de barros y de puntos negros, la ausencia de resequedad, esa ausencia de la horrenda descripción de su rostro que María se había planteado desde que la conoció. Y es que desde el momento de aquella mañana que le dedicó las palabras irritables, no se había atrevido a verla a la cara, durante casi cuatro semanas, hasta ahora, que notó un gran y grato cambio. Osó verla durante unos segundos antes de reaccionar.

-Pero, ¿Por qué lloras? Un consejo y rompes a llorar como si te recordara un querido difunto.
- ¡Si no me conoces! Deja de contaminar tu poca cordura a las personas que te rodean y deja de ser tan hija de puta, carajo.

Siendo de edades casi gemelas, María desarrolló su trauma por ser vejeta cascarrabias desde que sus padres la echaron de la casa del barrio de gente rica, debido a su obsesión por blasfemar a media noche y despertar a los vecinos multimillonarios. Fue criada por su abuela, de quién adoptó sus costumbres junto con la mentalidad de siempre ser una mujer madura y mayor de personalidad para que nunca la hicieran sentir alguien menos.
Guardó silencio durante un momento, confusa. La pobre enfermera acomodaba la almohada y María agachaba la cabeza viendo fijamente su rostro. Cuando sintió que caía reincorporó la postura a la dama elegante cuando tomaba el té en la mesita de vidrio de dos sillas con bordes metálicos dorados y adornos barrocos al mismo tiempo de Leonora volteaba a verla después de notar de reojo su movimiento brusco, aun sollozando, pasando su mano por sus mejillas para limpiarse las lágrimas y volver a su trabajo.
“¿Es qué he sido demasiado dura el día de hoy? Si siempre he dicho cosas peores, ¿Acaso recién terminas de una relación?”. Volvió a verla con desprecio, la enfermera.

-Bueno que se ha convertido en loca otra persona joder. En verdad has ido muy lejos Leonora, no has sido capaz de fomentar en ti la tranquilidad suficiente para que ese corazoncillo tuyo despierte.
-Si dejaras de velar por tus incomodidades íntimas buscando alguna forma de ponerme afrentas para seguir alimentando tu ego tal vez me sentaría a platicar contigo, algún día, tal vez me siente a tomar el té contigo.

Terminando de pronunciar aquellas últimas palabras rindiéndose por el llanto una vez más, regresaron sus ojos a la vista de la segunda almohada acabando de ponerla en su lugar. Inconsolable, dejó los fármacos en la mesa del tocador que combinaba con la mesa del té.
María, atónita, siguió la silueta de Leonora con la vista dejando la habitación, con la boca entreabierta, su taza en la mano derecha y el platito recostado en la izquierda, con las piernas cruzadas como señorita burócrata de algún palacio de llanura. Cerró la boca girando el cuello hacia la cama preguntándose que sucedía en la mente de la muchacha enfermera, con los ojos bien abiertos continuó bebiendo elocuentemente su té, sin despegar su óptica asombrada de la impecable cama.
Los días para María eran rutina que no la cansaba, porque en sí no parecía rutina. Dormía entre diez y doce horas, despertaba para beber el té una hora después de abrir los ojos, para comer sopa y filete con su diario Chateau du pape y de sobremesa cerveza mexicana,  para devorar páginas del canon literario europeo, para tomar café  leyendo, para ir al baño con libro en mano, para practicar yoga en su terraza, para dedicar el resto del día meditando ahí mismo tomando oporto Trebujena y una cajetilla de Treasurer Black en la mesilla a un lado de su camastro. Todo eso, le tomaba entre once y doce horas.
Desde que entró al Centro Neuropsiquiátrico Nuestra Señora del Carmen en Zaragoza, hace tres años, a los veintidós, se dedicó a disfrutar de su limitada vida. Sin olvidarse de los lujos y de su inmensamente millonaria familia, cada semana surtía el chofer de su padre los vinos, la carne, los libros, los postres, los aperitivos y las cajetillas de cigarros. Todo lo demás, como el papel de baño, la sopa, el té y el café se lo brindaba el hospital. La ropa nueva llegaba cada seis meses, cortesía del socio ejecutivo de su hermano mayor, creía que estaba enamorado de ella. Su hermano era dueño de un periódico que circulaba por toda España. Su padre, Antonio, estaba jubilado y retirado en Costa del Sol, su madre, Carmen, había muerto seis meses antes de que Antonio Jr. su hijo mayor recibiera el control  de la empresa periodística de su padre.

Leonora era descendiente de una familia también bien adinerada, sus padres, Leonora y Alberto habían pagado sus estudios en Cuba para Neurología después de perder a su hija menor, Guadalupe. Más tarde fue enviada a España para ejercer como enfermera. Eran católicos devotos y se dedicaban a la medicina. Su padre Alberto era cirujano plástico de un famoso hospital en la ciudad de México. Su madre era la Ortopedista de las estrellas. Su hermana menor tuvo la mala fortuna ser secuestrada y asesinada por la mafia, el negocio de su vida a cambio de 100 millones de pesos no apaciguó los corazones de los temibles hombres de tatuajes y espada, de polvo y prostitutas.

Pasaban las semanas y a María le cambiaban las impresiones de su cuidadora, “¿Dieta?” se preguntaba una madrugada, “¿Pilates?” se preguntó una tarde. No cabían más dudas en su sobre-desarrollada madures y optó por preguntarle directamente a Leonora. Un sábado, que entró para el proceso de diario, como diario a las cuatro de la tarde María abrió la boca después de ocho semanas.

-He ya joder que ha sucedido con tu vida háblame.
-Es solo que me cansé de ser la que era antes, pero tengo la misma personalidad de siempre  así que no trates de arruinarme el día esta vez ¿Vale?
- ¡Yo no he dicho nada! Te veo más….

Leonora la miró tras la pausa, recorría un pasillo de incertidumbre una vez más, por culpa de ella, la loca, siempre por culpa de ella. Sintió ese calor de duda naciendo desde sus rodillas usando su nuevo y sensual cuerpo como peldaños hasta que esa cálida brisa de impaciencia alcanzó sus cabellos brillantes y sedosos.

-¿Más qué?
-Más… ¿Estás enamorada?

Otro momento pionero en la vida de las dos muchachas en el Centro. Leonora se limitó a regresar a su trabajo con una sonrisa retenida por la gracia del interés de aquella anciana de veinticinco años. El asombro de la bruja no se dejó hundir por la miseria en sus pensamientos, pero tampoco surgió como explosión cósmica de furia incontrolable, esta vez se controló.

-¿Es que mis preguntas son graciosas, Leonora?
-Tú eres muy graciosa, María.
-¿A qué te refieres? ¿Tengo cara de simio tomando el té acaso?
-No…
-¿Nunca podrás decir más de dos palabras como respuesta a mis dudas?
-No… María, no tienes cara de simio tomando el té. ¿Ya?

Aquello terminó junto con una risa tímida, miró a María riéndose, riendo mostró ternura en su mirada coqueta, riendo colapsaron años de tensiones que durante la estadía del señor tiempo en sus hilos eran irrompibles. No más.
Ahora la risa fue emitida por la confusión de María, quién se tapó rápidamente la boca dejando caer la taza y el plato al suelo. El ruido fue tan sordo y los miles de pedazos de porcelana se convirtieron de plumas, el sabor que ahora se fusionaba con el polvo frío del mármol solo fue como cualquier otro rocío matutino de los parques olvidados por el raciocinio. Se desdoblaron las tornadas piernas y se levantó la cabellera azabache que solía robarle las miradas a la mujer de blanco. Volaron cientos de monarcas que dormían plácidamente en los estómagos de aquellas dos bellezas. Hubo una pausa. El puente entre pupilas era de acero, los labios y los dientes se acariciaron, los puños de cobardía se cerraron con fuerza, las puntas de los pies se encontraron, se electrificó el desierto moreno de sus espaldas esbeltas.

-Nueve semanas, María…
-Nueve semanas, y no más de dos palabras como respuesta a mis dudas, Leonora…

Un corto paso seco de su platonismo secreto alertó el libido y la emoción de la enfermera enamorada, como su suerte, que había sido escuchada por los Dioses. María no encontró más respuestas en el llano de su incertidumbre, era ella. Ella, la que nunca abrió los exquisitos labios carnosos de su colmada existencia. Ella la de los miles de aciertos en la atención de la decencia.
María, otra loca más, que encontraba la luz de su obscuro padecimiento, no era una dieta, no eran Pilates, aquella loca, estaba enamorada.
Sin embargo, no cayó en la indecencia.

En un suspiro Leonora había desaparecido de la habitación a paso veloz. María se sentó, esperando a que quisiera esperarla. Esa noche, contenta, le escribió poemas al cielo estrellado que se asomaba a su alcoba desde la terraza donde descubrió que no había sido otra isla cualquiera, aquella de los robles y manzanas de oro, recordó poesía. Recordó a Safo, y entonces Zaragoza se convirtió en océano, su calle en aquella arena rubia, del mármol se levantaron verdes pastizales y su mesa de té ya estaba erguida con la fruta dorada en sus ramas. “¿Sueño, sueño, sueño? Fue un viaje más, aunque no me fui a ninguna parte.”

Regresando de su perdidas neuronas embriagadas de sonrisas, despertó un domingo a las tres de la tarde como diario, se levantó como diario, se bañó como diario, pero como diario, jamás tendieron su cama, en ningún momento. Entró en pánico creyendo que aquél pánico no era de ella sola. Tomo su té, su café, su vino, su  Trebujena, leyó sus libros, se ejercitó, meditó, pero sola. Entonces sintió esas doce horas. Sintió las milésimas de segundo en el aire, sintió un año entero sin cambios de luz en el espejo.

Durmió sin una sola dosis de nada, viajó buscando a su amada y a su secreto de feminidad, incluso trató de regresar a Lesbos, entre diez y doce horas no saltaron frente a sus ojos aquellas sensuales piernas, aquellos ojos veraniegos, aquellos labios irresistibles, ni aquella sin cintura, ni aquellos senos firmes, ni si quiera un cabello. Despertó sin ilusiones, su rutina fue tediosa, su energía se cansó, sus sonrisas fueron guardadas en el cajón del tocador. Y pasaron otras doce horas, como la miel que corría de la cuchara de bronce hacia la nueva porcelana traída de Shanghái.

Lunes, sin sorpresas. Cuatro de la tarde, sin sorpresas. Cinco de la tarde, sin sorpresas. Seis de la tarde y ruidos en el pasillo. Siete de la tarde, nostalgia y corazones de papel en el vidrio de la ventana. Ocho de la noche, un minuto, tal vez dos, tal vez negros, tal vez grandes, tal vez viejos.
Se recargó en el barandal de sus madrugadas, se recargó en sus propias lágrimas, se recargó una vez más, en aquella maldita incertidumbre de la cual ya he escrito es estas palabras.
Doce para las nueve y tres golpecitos en el marco de la puerta…

-Pedí mi cambio de turno, trabajaré en las noches, ayer me quedé dormida mientras te soñaba absorbiendo mis respiros que danzaban al ritmo de tu cigarrillo.
-Y yo como bruta, desesperada e indefensa…

Entró a la alcoba sin peros, sin muros, sin dudas. Y regresaron las Monarca. Y regresaron los puños ardientes en deseo. Y regresaron los pequeños pasos. Se adelantó a dos centímetros de su rostro, sin detenerse. Los volcanes quemaron las gardenias, las sábanas emprendieron el vuelo al Olimpo.
Leonora no volvería a tender la cama de aquél dormitorio, jamás en su vida…
Robles y Manzanas. 22/05/12


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