Sin embargó no cayó en la
indecencia…
Cenizas, sin
remordimientos, observándola como un buen cenicero improvisado, educado y
valiente. Ella miró incrédula el espejo colgado en el cuarto imaginario de sus
escapes del alba incandescente, no sabía que sucedía al contar aquellas
estrellas mensajeras.
Cantaba y callaba, como
las sombras amigas, los vecinos queridos y las creencias rotas. Se encontraba
sola entre una multitud de gente aparecida como imagen de solitarios
necesitados, hologramas…
Como buena imaginante de
la locura, llamó a la enfermera; no soportaba más no soportar lo tanto suyo,
era divagante, de ojos rendidos, de cuerpo en el olvido pero resistente al
tiempo y al descuido. Se dejaba llevar por corredores cubiertos de enredaderas
verdes que colmaban su implacable desvelo. Ella tomaba el café a las 6 de la
tarde, pues no solo creía que ser oveja era despreciable, sino que también a
horas tempranas seguía entretenida en sus viajes astrales. Vestía de tela y
plástico, vestía su propia piel en invierno y plumas de ganso en pleno verano
ardiente. Era la rebeldía de la naturaleza y sobretodo, rebelde al hecho de que
nació queriendo ser mosca, odiada por astuta y no por sucia.
-Hazme tu magia, Leonora,
que quiero espiar los deseos de uno que otro perro callejero al dormir.
Leonora, de elegancia que
contagiaba, de cuerpo radiante pero de rostro que se olvida, mulata de
Veracruz, estudiante de neurología. Ya encontraba demasiados embrollos sociales
en su tiempo y auge universitario como para buscar en un manual las dosis, puso
a María a dormir…
Experta en viajes
somníferos, visitó una extrañamente familiar pero desconocida y peculiar isla.
Perdida, contaba las huellas al voltear al inmediato pasado, arena rubia, un
mar que le recordaba a napoleón. Lo único curioso, fueron sus bosques de robles
con manzanas de oro en sus ramas. “¿Sueño, sueño, sueño? ¿He descubierto la
Isla del Edén? ¿Dónde estoy?”. Sin dejar de desenredar violentamente su
cabello, arrancando pequeños pedazos de vez en cuando, exploró la isla,
misteriosa, inhabitada excepto por su nostalgia. Por su puesto, a su edad, la
carcomía la idea del amor nunca encontrado en su vida como La Loca de la que
tantos alegaban como bruja, clarividente, esotérica perfeccionista. Solía
gritar a media noche solo para molestar a los santos de Zaragoza, maldiciendo a
la vida, blasfemando barbaridades religiosas, solía publicar sacrilegios sin
vergüenzas al aire libre en el esfuerzo de su vientre apoyado en el marco de la
ventana de su dormitorio, de una playera larga y blanca que apenas alcanzaba a esconder
hasta la mitad de sus muslos.
Despertó dos días
después, atolondrada, con un fuerte dolor de cabeza y de mal humor, llamó a
Leonora de muy mala gana, así mismo respondió la pobre y descuidada enfermera
que se había excedido por mililitros en la dosis, pero sin exceder su
confundido desahogo de circunstancias y dolores encontrados. Sus penas
terminaban con el consumo de un cigarrillo en la alcoba en el pequeño anexo de
descanso para empleados, donde solía pensar acerca de su extraña y confundida
vida. Eran mujeres difíciles en tiempos difíciles, que convivían en el mismo
difícil, muy difícil hospital psiquiátrico.
– ¡Estás Loca!
–Desquiciada intérprete de tragedias. ¡Ya sé que estoy loca! Si no lo supiera no estaría llamándote y tú no estarías recibiendo el salario que te da de comer. Deja de quejarte y dame una aspirina.
–Desquiciada intérprete de tragedias. ¡Ya sé que estoy loca! Si no lo supiera no estaría llamándote y tú no estarías recibiendo el salario que te da de comer. Deja de quejarte y dame una aspirina.
Si reinó el silencio, las
palabras hirientes de María formaron un parlamento. Aunque no era la primera
vez que desquitaban sus augurios en la penumbra de sus tensiones, Leonora sintió
algo más que desprecio: Pudor y vergüenza.
Y aquella monarquía
permaneció de pie hasta un domingo por la tarde, cuando María tomaba el té, los
domingos, casualmente a las 4 de la tarde, Leonora entró a hacer la cama, la
observó fijamente a los ojos. “¿Qué?”. Volteó la mirada aquella mulata de telas
blancas, con un rostro de pinta intimidada. María noto un doblez en su usual
desgracia expresiva, lo cual la sorprendió, le preguntó, inusualmente
interesada, por quién era la causa de su dolor.
-¿Qué te importa?
Dedícate a tragar esa porquería. Déjame trabajar en paz, al fin y al cabo así
me pagarán lo que me da de comer, ¿no?
-¿Qué te cargas? ¡Si no he sido ofensiva! Duerme, ¡coño! Consigue un novio para tus desgracias.
-¿Qué te cargas? ¡Si no he sido ofensiva! Duerme, ¡coño! Consigue un novio para tus desgracias.
Leonora rompió a llorar,
fue en ese momento en donde María descubrió la ausencia de vello entre sus
cejas, la ausencia de barros y de puntos negros, la ausencia de resequedad, esa
ausencia de la horrenda descripción de su rostro que María se había planteado
desde que la conoció. Y es que desde el momento de aquella mañana que le dedicó
las palabras irritables, no se había atrevido a verla a la cara, durante casi
cuatro semanas, hasta ahora, que notó un gran y grato cambio. Osó verla durante
unos segundos antes de reaccionar.
-Pero, ¿Por qué lloras?
Un consejo y rompes a llorar como si te recordara un querido difunto.
- ¡Si no me conoces! Deja de contaminar tu poca cordura a las personas que te rodean y deja de ser tan hija de puta, carajo.
- ¡Si no me conoces! Deja de contaminar tu poca cordura a las personas que te rodean y deja de ser tan hija de puta, carajo.
Siendo de edades casi
gemelas, María desarrolló su trauma por ser vejeta cascarrabias desde que sus
padres la echaron de la casa del barrio de gente rica, debido a su obsesión por
blasfemar a media noche y despertar a los vecinos multimillonarios. Fue criada
por su abuela, de quién adoptó sus costumbres junto con la mentalidad de
siempre ser una mujer madura y mayor de personalidad para que nunca la hicieran
sentir alguien menos.
Guardó silencio durante
un momento, confusa. La pobre enfermera acomodaba la almohada y María agachaba
la cabeza viendo fijamente su rostro. Cuando sintió que caía reincorporó la
postura a la dama elegante cuando tomaba el té en la mesita de vidrio de dos
sillas con bordes metálicos dorados y adornos barrocos al mismo tiempo de
Leonora volteaba a verla después de notar de reojo su movimiento brusco, aun
sollozando, pasando su mano por sus mejillas para limpiarse las lágrimas y
volver a su trabajo.
“¿Es qué he sido
demasiado dura el día de hoy? Si siempre he dicho cosas peores, ¿Acaso recién
terminas de una relación?”. Volvió a verla con desprecio, la enfermera.
-Bueno que se ha
convertido en loca otra persona joder. En verdad has ido muy lejos Leonora, no
has sido capaz de fomentar en ti la tranquilidad suficiente para que ese corazoncillo tuyo despierte.
-Si dejaras de velar por tus incomodidades íntimas buscando alguna forma de ponerme afrentas para seguir alimentando tu ego tal vez me sentaría a platicar contigo, algún día, tal vez me siente a tomar el té contigo.
-Si dejaras de velar por tus incomodidades íntimas buscando alguna forma de ponerme afrentas para seguir alimentando tu ego tal vez me sentaría a platicar contigo, algún día, tal vez me siente a tomar el té contigo.
Terminando de pronunciar
aquellas últimas palabras rindiéndose por el llanto una vez más, regresaron sus
ojos a la vista de la segunda almohada acabando de ponerla en su lugar.
Inconsolable, dejó los fármacos en la mesa del tocador que combinaba con la
mesa del té.
María, atónita, siguió la
silueta de Leonora con la vista dejando la habitación, con la boca
entreabierta, su taza en la mano derecha y el platito recostado en la
izquierda, con las piernas cruzadas como señorita burócrata de algún palacio de
llanura. Cerró la boca girando el cuello hacia la cama preguntándose que
sucedía en la mente de la muchacha enfermera, con los ojos bien abiertos
continuó bebiendo elocuentemente su té, sin despegar su óptica asombrada de la
impecable cama.
Los días para María eran
rutina que no la cansaba, porque en sí no parecía rutina. Dormía entre diez y
doce horas, despertaba para beber el té una hora después de abrir los ojos,
para comer sopa y filete con su diario Chateau du pape y de sobremesa cerveza
mexicana, para devorar páginas del canon literario europeo, para tomar
café leyendo, para ir al baño con libro en mano, para practicar yoga en
su terraza, para dedicar el resto del día meditando ahí mismo tomando oporto
Trebujena y una cajetilla de Treasurer Black en la mesilla a un lado de su
camastro. Todo eso, le tomaba entre once y doce horas.
Desde que entró al Centro
Neuropsiquiátrico Nuestra Señora del Carmen en Zaragoza, hace tres años, a los
veintidós, se dedicó a disfrutar de su limitada vida. Sin olvidarse de los
lujos y de su inmensamente millonaria familia, cada semana surtía el chofer de
su padre los vinos, la carne, los libros, los postres, los aperitivos y las
cajetillas de cigarros. Todo lo demás, como el papel de baño, la sopa, el té y
el café se lo brindaba el hospital. La ropa nueva llegaba cada seis meses,
cortesía del socio ejecutivo de su hermano mayor, creía que estaba enamorado de
ella. Su hermano era dueño de un periódico que circulaba por toda España. Su
padre, Antonio, estaba jubilado y retirado en Costa del Sol, su madre, Carmen,
había muerto seis meses antes de que Antonio Jr. su hijo mayor recibiera el
control de la empresa periodística de su padre.
Leonora era descendiente
de una familia también bien adinerada, sus padres, Leonora y Alberto habían pagado
sus estudios en Cuba para Neurología después de perder a su hija menor,
Guadalupe. Más tarde fue enviada a España para ejercer como enfermera. Eran
católicos devotos y se dedicaban a la medicina. Su padre Alberto era cirujano
plástico de un famoso hospital en la ciudad de México. Su madre era la
Ortopedista de las estrellas. Su hermana menor tuvo la mala fortuna ser
secuestrada y asesinada por la mafia, el negocio de su vida a cambio de 100
millones de pesos no apaciguó los corazones de los temibles hombres de tatuajes
y espada, de polvo y prostitutas.
Pasaban las semanas y a
María le cambiaban las impresiones de su cuidadora, “¿Dieta?” se preguntaba una
madrugada, “¿Pilates?” se preguntó una tarde. No cabían más dudas en su
sobre-desarrollada madures y optó por preguntarle directamente a Leonora. Un
sábado, que entró para el proceso de diario, como diario a las cuatro de la
tarde María abrió la boca después de ocho semanas.
-He ya joder que ha
sucedido con tu vida háblame.
-Es solo que me cansé de ser la que era antes, pero tengo la misma personalidad de siempre así que no trates de arruinarme el día esta vez ¿Vale?
- ¡Yo no he dicho nada! Te veo más….
-Es solo que me cansé de ser la que era antes, pero tengo la misma personalidad de siempre así que no trates de arruinarme el día esta vez ¿Vale?
- ¡Yo no he dicho nada! Te veo más….
Leonora la miró tras la
pausa, recorría un pasillo de incertidumbre una vez más, por culpa de ella, la
loca, siempre por culpa de ella. Sintió ese calor de duda naciendo desde sus
rodillas usando su nuevo y sensual cuerpo como peldaños hasta que esa cálida
brisa de impaciencia alcanzó sus cabellos brillantes y sedosos.
-¿Más qué?
-Más… ¿Estás enamorada?
-Más… ¿Estás enamorada?
Otro momento pionero en
la vida de las dos muchachas en el Centro. Leonora se limitó a regresar a su
trabajo con una sonrisa retenida por la gracia del interés de aquella anciana
de veinticinco años. El asombro de la bruja no se dejó hundir por la miseria en
sus pensamientos, pero tampoco surgió como explosión cósmica de furia
incontrolable, esta vez se controló.
-¿Es que mis preguntas
son graciosas, Leonora?
-Tú eres muy graciosa, María.
-¿A qué te refieres? ¿Tengo cara de simio tomando el té acaso?
-Tú eres muy graciosa, María.
-¿A qué te refieres? ¿Tengo cara de simio tomando el té acaso?
-No…
-¿Nunca podrás decir más
de dos palabras como respuesta a mis dudas?
-No… María, no tienes
cara de simio tomando el té. ¿Ya?
Aquello terminó junto con
una risa tímida, miró a María riéndose, riendo mostró ternura en su mirada
coqueta, riendo colapsaron años de tensiones que durante la estadía del señor
tiempo en sus hilos eran irrompibles. No más.
Ahora la risa fue emitida
por la confusión de María, quién se tapó rápidamente la boca dejando caer la
taza y el plato al suelo. El ruido fue tan sordo y los miles de pedazos de
porcelana se convirtieron de plumas, el sabor que ahora se fusionaba con el
polvo frío del mármol solo fue como cualquier otro rocío matutino de los
parques olvidados por el raciocinio. Se desdoblaron las tornadas piernas y se
levantó la cabellera azabache que solía robarle las miradas a la mujer de
blanco. Volaron cientos de monarcas que dormían plácidamente en los estómagos
de aquellas dos bellezas. Hubo una pausa. El puente entre pupilas era de acero,
los labios y los dientes se acariciaron, los puños de cobardía se cerraron con
fuerza, las puntas de los pies se encontraron, se electrificó el desierto
moreno de sus espaldas esbeltas.
-Nueve semanas, María…
-Nueve semanas, y no más de dos palabras como respuesta a mis dudas, Leonora…
-Nueve semanas, y no más de dos palabras como respuesta a mis dudas, Leonora…
Un corto paso seco de su
platonismo secreto alertó el libido y la emoción de la enfermera enamorada,
como su suerte, que había sido escuchada por los Dioses. María no encontró más
respuestas en el llano de su incertidumbre, era ella. Ella, la que nunca abrió
los exquisitos labios carnosos de su colmada existencia. Ella la de los miles
de aciertos en la atención de la decencia.
María, otra loca más, que
encontraba la luz de su obscuro padecimiento, no era una dieta, no eran
Pilates, aquella loca, estaba enamorada.
Sin embargo, no cayó en
la indecencia.
En un suspiro Leonora
había desaparecido de la habitación a paso veloz. María se sentó, esperando a
que quisiera esperarla. Esa noche, contenta, le escribió poemas al cielo
estrellado que se asomaba a su alcoba desde la terraza donde descubrió que no
había sido otra isla cualquiera, aquella de los robles y manzanas de oro,
recordó poesía. Recordó a Safo, y entonces Zaragoza se convirtió en océano, su
calle en aquella arena rubia, del mármol se levantaron verdes pastizales y su
mesa de té ya estaba erguida con la fruta dorada en sus ramas. “¿Sueño, sueño,
sueño? Fue un viaje más, aunque no me fui a ninguna parte.”
Regresando de su perdidas
neuronas embriagadas de sonrisas, despertó un domingo a las tres de la tarde
como diario, se levantó como diario, se bañó como diario, pero como diario,
jamás tendieron su cama, en ningún momento. Entró en pánico creyendo que aquél
pánico no era de ella sola. Tomo su té, su café, su vino, su Trebujena,
leyó sus libros, se ejercitó, meditó, pero sola. Entonces sintió esas doce
horas. Sintió las milésimas de segundo en el aire, sintió un año entero sin
cambios de luz en el espejo.
Durmió sin una sola dosis
de nada, viajó buscando a su amada y a su secreto de feminidad, incluso trató
de regresar a Lesbos, entre diez y doce horas no saltaron frente a sus ojos
aquellas sensuales piernas, aquellos ojos veraniegos, aquellos labios
irresistibles, ni aquella sin cintura, ni aquellos senos firmes, ni si quiera
un cabello. Despertó sin ilusiones, su rutina fue tediosa, su energía se cansó,
sus sonrisas fueron guardadas en el cajón del tocador. Y pasaron otras doce
horas, como la miel que corría de la cuchara de bronce hacia la nueva porcelana
traída de Shanghái.
Lunes, sin sorpresas.
Cuatro de la tarde, sin sorpresas. Cinco de la tarde, sin sorpresas. Seis de la
tarde y ruidos en el pasillo. Siete de la tarde, nostalgia y corazones de papel
en el vidrio de la ventana. Ocho de la noche, un minuto, tal vez dos, tal vez
negros, tal vez grandes, tal vez viejos.
Se recargó en el barandal
de sus madrugadas, se recargó en sus propias lágrimas, se recargó una vez más,
en aquella maldita incertidumbre de la cual ya he escrito es estas palabras.
Doce para las nueve y
tres golpecitos en el marco de la puerta…
-Pedí mi cambio de turno,
trabajaré en las noches, ayer me quedé dormida mientras te soñaba absorbiendo
mis respiros que danzaban al ritmo de tu cigarrillo.
-Y yo como bruta,
desesperada e indefensa…
Entró a la alcoba sin
peros, sin muros, sin dudas. Y regresaron las Monarca. Y regresaron los puños
ardientes en deseo. Y regresaron los pequeños pasos. Se adelantó a dos
centímetros de su rostro, sin detenerse. Los volcanes quemaron las gardenias,
las sábanas emprendieron el vuelo al Olimpo.
Leonora no volvería a
tender la cama de aquél dormitorio, jamás en su vida…
Robles y Manzanas. 22/05/12